domingo, 14 de junio de 2020

Cuentos en la Pandemia:


Mujer sola
Miriam Mercado

Una mujer está sola. Sola con su estatura.
Con los ojos abiertos. Con los brazos abiertos.
Con el corazón abierto como un silencio ancho.
Espera en la desesperada y desesperante noche
sin perder la esperanza.

Aida Cartagena

Abrí los ojos, escuché un grito. Era mi vecina, la gritona, la exagerada, la que se queja de todo y de todos. Sonaba más desquiciada que nunca. No podía entender lo que gritaba.
- ¡Llegó el coronavirus a Puerto Rico!
¿Quién llegó? … estaba aturdida. Me acosté muy tarde. El trabajo cada día es más pesado y con menos paga. Me dolía la cabeza, me sentía muy mal. Creo que estoy encubando algo. Decidí levantarme, fui al baño, preparé la cafetera.
Tomé un cigarrillo entre los dedos, marca Winston, como los que fumaba mi papá. De pequeña me gustaba verlo, así, tan elegante, tan bien parecido. Con su guayabera blanca de manga larga y un cigarrillo en la mano. Vendía casas, eso fue lo que me dijo mi mamá. Casi nunca estaba, pero siempre regresaba con dinero y con regalos. En mi cumpleaños número quince su regaló fue un hermoso reloj. Eran las once de la noche cuando se despidió, lo vi en mi nuevo reloj. Fue la última vez que sonreí con él.  
Di una bocanada, sentí nauseas, de repente perdí el deseo de fumar. Ya se sentía el olor a café en el apartamento. Busqué la taza pequeña, un recuerdo de mi viaje a La Habana. Café negro, puya, como le decía mi abuela. Negro, sin azúcar, para revivir el cuerpo y el alma. Recuerdo nuestras reuniones familiares. Los domingos almorzábamos juntos con la abuela, mamá, las tías y los primos. Ellas cocinaban. Al final, disfrutábamos de la bebida que nacía del grano. Tomé un poco, pero no lo disfruté como en otras ocasiones.  
Mi vecina, la gritona, se fue temprano a su trabajo. Laboraba en una oficina como ayudante de mantenimiento. Era una mujer muy bien preparada. Dominaba el inglés y el español, manejaba los informes de contabilidad con una facilidad increíble. Tenía un buen trabajo, lo perdió el día en que descubrieron un gran desfalco. Firmaba cheques a nombre de un tal José Quintero, un aprovechado que le prometió amor eterno. Su inteligencia se vio opacada por los cuentos del individuo. El desgraciado lloraba porque, según él, no tenía dinero para comprar medicamentos y pagar el tratamiento que necesitaba su madre. Fueron tres cheques, pensaba reponerlos poco a poco. Pero la auditoría la delató. De ejecutiva hermosa y distinguida paso a ser un número en la cárcel de mujeres de San Juan. Allí aprendió a gritar. Estuvo unos cuantos años impartiendo clases de matemáticas a las reclusas. Salió por su excelente comportamiento, pero nunca pudo volver a disfrutar de la contabilidad. Lo más duro de la cárcel fueron los nueve meses del embarazo. Al niño lo llamó José. Era masoquista.
Algo me decía que encendiera la tele. Pero el cuerpo me pedía cama, me dolía demasiado. Tomé unas aspirinas, hoy me reporto a las cinco de la tarde, volver al aeropuerto, hay que hacerlo, no hay dinero y estoy sola. Desperté a las tres de la tarde con los gritos de la vecina. Sin dudas llegó. Sonreí. A pesar de todo, es buena persona y se preocupa por mí.
Como pude me arreglé y fui a tomar el autobús. Ya de camino, sufrí un ataque de tos. La gente dentro del vehículo me miró de manera extraña. Solo faltaba una parada para llegar al aeropuerto internacional. Trabajaba por contrato con una de las principales aerolíneas que hacía vuelos directos desde España. Llevaba en silla de ruedas a envejecientes que viajaban solos. Los entregaba a sus familiares, fui testigo de hermosos encuentros llenos de amor.
Hace tres semanas acompañé a María José, una linda viejita de setenta años. Cuando la entregaron en la salida del avión se me estremeció el corazón. Tenía sus ojos apagados, estaba triste y se sentía muy fatigada. Me acerqué a ella. La miré con dulzura y le dije: “Que nombre tan bonito… María José”. En minutos me transporté a Belén y recordé al niño protagonista de la Nochebuena. Trató de abrir más sus ojos e intentó sonreír. No pudo.
Los pasillos del aeropuerto estaban repletos. Se acercaban eventos importantes y llegaban muchos invitados a la isla. Quería entregar a María José lo más rápido posible, no se veía bien. Tenía que llegar al otro lado del edificio principal, allí la aerolínea tenía una oficina donde se entregaban los pasajeros que solicitaban escolta. Frente a la puerta María José tose fuertemente, se queda sin aire. Me detengo, le ayudo, tomo su pañuelo, le limpio su boca y sus manos. Abro la puerta. Allí estaba su hijo y su nieto.
-Abue … ¿qué te pasa? Papá … ella no está bien …
Me fui con mucha una tristeza. Una y otra vez repetía en mi mente la imagen de asombro de su hijo y su nieto al verla. A diferencia de otros encuentros, en este no hubo abrazos, ni risas de felicidad.
Me concentro, ya estoy en mi turno. Esta noche será más tranquila. Hoy apenas tenía escoltas, así que puedo excusarme. Me sentía cansada, un catarro empezaba. Tomar el transporte sería peor. Me di el lujo de solicitar un UBER. Necesitaba llegar lo más pronto posible a mi apartamento.
Sin quitarme la ropa de trabajo me tiré a la cama. Ya eran las diez de la noche. Mi vecina gritaba como si fueran las diez de la mañana, con la misma fuerza, la misma que yo no tenía. Decía algo así como que no se podía salir de las casas, algo de un contagio.
No sé cuántas horas han pasado, la fiebre no baja, apenas puedo respirar. Pienso en María José, me parece verla. Está de pie y la quiero abrazar. Mientras, mi vecina grita, como siempre y yo intento despertar.


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