Mujer sola
Miriam Mercado
Una mujer está sola. Sola
con su estatura.
Con los ojos abiertos. Con los brazos abiertos.
Con el corazón abierto como un silencio ancho.
Espera en la desesperada y desesperante noche
sin perder la esperanza.
Con los ojos abiertos. Con los brazos abiertos.
Con el corazón abierto como un silencio ancho.
Espera en la desesperada y desesperante noche
sin perder la esperanza.
Aida Cartagena
Abrí los ojos,
escuché un grito. Era mi vecina, la gritona, la exagerada, la que se queja de
todo y de todos. Sonaba más desquiciada que nunca. No podía entender lo que
gritaba.
- ¡Llegó el
coronavirus a Puerto Rico!
¿Quién llegó? …
estaba aturdida. Me acosté muy tarde. El trabajo cada día es más pesado y con menos paga. Me dolía
la cabeza, me sentía muy mal. Creo
que estoy encubando algo. Decidí levantarme, fui al baño, preparé la
cafetera.
Tomé un
cigarrillo entre los dedos, marca Winston, como los que fumaba mi papá. De pequeña me gustaba verlo, así,
tan elegante, tan bien parecido. Con su guayabera blanca de manga larga y un
cigarrillo en la mano. Vendía casas, eso fue lo que me dijo mi mamá. Casi nunca
estaba, pero siempre regresaba con dinero y con regalos. En mi cumpleaños número
quince su regaló fue un hermoso reloj. Eran las
once de la noche cuando se despidió, lo vi en mi nuevo reloj. Fue la última vez
que sonreí con él.
Di una
bocanada, sentí nauseas, de repente perdí el deseo de fumar. Ya se sentía el
olor a café en el apartamento. Busqué la taza pequeña, un recuerdo de mi viaje
a La Habana. Café negro, puya, como le decía mi abuela. Negro, sin azúcar, para
revivir el cuerpo y el alma. Recuerdo nuestras reuniones familiares. Los
domingos almorzábamos juntos con la abuela, mamá, las tías y los primos. Ellas
cocinaban. Al final, disfrutábamos
de la bebida que nacía del grano. Tomé un poco, pero no lo disfruté como
en otras ocasiones.
Mi vecina, la
gritona, se fue temprano a su trabajo. Laboraba en una oficina como ayudante de
mantenimiento. Era una mujer muy bien preparada. Dominaba el inglés y el
español, manejaba los informes de contabilidad con una facilidad increíble.
Tenía un buen trabajo, lo
perdió el día en que descubrieron un gran desfalco. Firmaba cheques a nombre de
un tal José Quintero, un aprovechado que le prometió amor eterno. Su
inteligencia se vio opacada por los cuentos del individuo. El desgraciado
lloraba porque, según él, no tenía dinero para comprar medicamentos y pagar el
tratamiento que necesitaba su madre. Fueron tres cheques, pensaba reponerlos
poco a poco. Pero la auditoría la delató. De ejecutiva hermosa y distinguida
paso a ser un número en la cárcel de mujeres de San Juan. Allí aprendió a
gritar. Estuvo unos cuantos años impartiendo clases de matemáticas a las
reclusas. Salió por su excelente comportamiento, pero nunca pudo volver a
disfrutar de la contabilidad. Lo más duro de la cárcel fueron los nueve meses
del embarazo. Al niño lo llamó José. Era masoquista.
Algo me decía
que encendiera la tele. Pero el cuerpo me pedía cama, me dolía demasiado. Tomé unas aspirinas, hoy me reporto
a las cinco de la tarde, volver al aeropuerto, hay que hacerlo, no hay dinero y
estoy sola. Desperté a las tres de la tarde con los gritos de la vecina. Sin
dudas llegó. Sonreí. A pesar de todo, es buena persona y se preocupa por mí.
Como pude me
arreglé y fui a tomar el autobús. Ya de camino, sufrí un ataque de tos. La
gente dentro del vehículo me miró de manera extraña. Solo faltaba una parada
para llegar al aeropuerto internacional. Trabajaba por contrato con una de las
principales aerolíneas que hacía vuelos directos desde España. Llevaba en silla
de ruedas a envejecientes que viajaban solos. Los entregaba a sus familiares,
fui testigo de hermosos encuentros llenos de amor.
Hace tres
semanas acompañé a María José, una linda viejita de setenta años. Cuando la
entregaron en la salida del avión se me estremeció el corazón. Tenía sus ojos apagados,
estaba triste y se sentía muy fatigada. Me acerqué a ella. La miré con dulzura
y le dije: “Que nombre tan bonito… María José”. En minutos me transporté a
Belén y recordé al niño protagonista de la Nochebuena. Trató de abrir más sus
ojos e intentó sonreír. No pudo.
Los pasillos
del aeropuerto estaban repletos. Se acercaban eventos importantes y llegaban
muchos invitados a la isla. Quería entregar a María José lo más rápido posible,
no se veía bien. Tenía que llegar al otro lado del edificio principal, allí la
aerolínea tenía una oficina donde se entregaban los pasajeros que solicitaban
escolta. Frente a la puerta María José tose fuertemente, se queda sin aire. Me
detengo, le ayudo, tomo su pañuelo, le limpio su boca y sus manos. Abro la
puerta. Allí estaba su hijo y su nieto.
-Abue … ¿qué te
pasa? Papá … ella no está bien …
Me fui con mucha una
tristeza. Una y otra vez repetía en mi mente la imagen de asombro de su hijo y
su nieto al verla. A diferencia de otros encuentros, en este no hubo abrazos, ni
risas de felicidad.
Me concentro,
ya estoy en mi turno. Esta noche será más tranquila. Hoy apenas tenía escoltas,
así que puedo excusarme. Me sentía cansada, un catarro empezaba. Tomar el
transporte sería peor. Me di el lujo de solicitar un UBER. Necesitaba llegar lo
más pronto posible a mi apartamento.
Sin quitarme la
ropa de trabajo me tiré a la cama. Ya eran las diez de la noche. Mi vecina
gritaba como si fueran las diez de la mañana, con la misma fuerza, la misma que
yo no tenía. Decía algo así como que no se podía salir de las casas, algo de un
contagio.
No sé cuántas
horas han pasado, la fiebre no baja, apenas puedo respirar. Pienso en María
José, me parece verla. Está de pie y la quiero abrazar. Mientras, mi vecina
grita, como siempre y yo intento despertar.
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